Lamento de la ceguera

“Hijo, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo!" (Lc 15, 31).

¡Finalmente encontré mis viejos lentes de sol! Llevaba un año buscándolos y, ahora, al hacer maletas para cambiar de comunidad, los encontré. Debo reconocer que sentí cierta vergüenza por el lugar donde los encontré, ¡estaban tan a la mano y nunca los vi! Vaya despiste de mi parte.

El texto evangélico conocido como “El Hijo Pródigo” (Lc 15, 11-32) es uno de los más queridos en el mundo cristiano. El relato nos presenta a dos hijos: el menor, que se marcha, y el mayor, que se queda fielmente en casa. Hoy quisiera centrarme en el hijo mayor. Más en específico, en lo que el padre dice, ante el reclamo por la fiesta con motivo del regreso del hijo menor. El mayor reclama que él siempre ha estado con su padre, ha cumplido sus mandatos y, sin embargo, el padre jamás le ha dado un cabrito para comer con sus amigos. En el fondo, parece reclamar que su padre no ha sido generoso con él, a pesar de su fiel obediencia. Meditando, junto a mi comunidad de Hermanos, el otro día tuve una intuición sobre lo que pasaba en la mente y el corazón del hijo mayor. Su problema no es la envidia. Su problema es la ceguera, como en mi caso con mis lentes de sol extraviados.

El “Zazen Wasan”, un texto del budismo zen, atribuido a Hakuin Zenji (1686-1769) puede darnos pistas para comprender lo que el padre dice al hijo mayor. Transcribo, a continuación, un fragmento de lo que este texto zen dice en su primer párrafo:

“Todas las criaturas, en el fondo, son budas;
pasa como con el agua y el hielo:

no hay hielo separado del agua,
y separado de las criaturas no hay budas.
No sabiendo cuán cerca está la verdad,
las criaturas buscan lejos - ¡qué pena!
Se parecen a los que estando en medio del agua
gritan por sentirse sedientos;
se parecen al hijo del rico,
que andaba errante entre los pobres…”

Buda es aquel que ha despertado y visto, que ha experimentado, si puede decirse así, su naturaleza esencial. El Buda es el iluminado que ha abierto los ojos y ha salido de la ignorancia que le hace ver todo como independiente, para dar el salto a la visión que le permite ver todo como interdependiente. Por eso, en el fondo, aunque velado por nuestra ceguera, todo es Buda, todo es naturaleza esencial. En cristiano diríamos que todo está habitado de Dios. Si fuéramos más audaces diríamos, como san Juan de la Cruz, en el éxtasis del amor: “Mi amado (es) las montañas, los valles solitarios nemorosos, las ínsulas extrañas, los ríos sonorosos, el silbo de los aires amorosos, la noche sosegada, en par de los levantes de la aurora, la música callada, la soledad sonora, la cena que recrea y enamora…”.

Lo que Hakuin Zenji y Juan de la Cruz dicen es, precisamente, lo que el hijo mayor nunca ha visto, aquello de lo que nunca se ha dado cuenta, a pesar de tenerlo a la mano todos los días. El texto bíblico, al hablar sobre el hijo mayor, bien podría decir, con el Zazen Wasan: “Se parecen a los que estando en medio del agua gritan por sentirse sedientos”. El hijo mayor vive en la casa del Padre, come de sus bienes, goza de su riqueza y belleza y, sin embargo, ni vive, ni come, ni goza ¡Cuánta ironía!

El corazón del padre, en un conmovedor llamado a abrir los ojos, dice a su hijo mayor: “Hijo, ¡si tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo!”. Parece como si el padre lanzara un grito que busca despertar a su hijo. Las palabras no sobran en esta intervención del padre. “Hijo”, es decir, aquel que proviene de mí, que tiene en mí su origen. “Tú estás siempre conmigo”, porque no hay manera de estar separado de él, se es hijo en cada instante, como bien dice el Maestro Eckhart, porque el Padre está engendrando constantemente en mí al Hijo. Finalmente, “todo lo mío es tuyo”, porque tú y yo somos uno. El lenguaje bíblico aún usa expresiones de dominación, pero bien podríamos tratar de traducir esta última frase como “tú también eres uno con todo lo que soy y existe, puedes disfrutarlo”.

Toda la belleza de lo que existe, del universo, las estrellas, nuestro planeta, las plantas y los animales… incluso el dolor y la maldad, todo esto “sucede en el Padre”, y nosotros somos uno con el Padre. ¡Cuánta ironía reclamar por lo que ya tengo, buscar lo que ya está conmigo! ¡cuánto despiste por nuestra parte!

Quizás uno de los mayores aportes que nuestra pastoral puede hacer a los jóvenes, y a todos los que compartimos la misión Marista, es ayudar a salir de esta ignorancia y hacernos, por experiencia y no de oídas, conscientes de nuestra vocación más profunda: ser uno con el Padre, el origen, el Misterio… y con todo lo que existe en él. Este es el fundamento y el sustento que luego actúa en nuestra acción solidaria, en el trabajo por la promoción y la defensa de los derechos de los vulnerables, en nuestra labor educativa, en la evangelización.

¡Qué hermosa vocación la Marista! ayudar a los niños y los jóvenes a descubrir lo que el Padre misericordioso le dice a su hijo mayor: “Hijo, tú estás siempre conmigo y todo lo mío es tuyo”. Una misión, tan hermosa, que hace que valga la pena gastar la vida por ella.

Hno. Juan Antonio Sandoval Martínez, fms